miércoles, 13 de junio de 2012

Queridos tertulianos de la habitación vacía:
Lo más bonito del amor es inventarlo. Dibujar sobre mi almohada su sonrisa somnolienta. Esa que nunca he visto. Esa que, probablemente, no exista. 

La literatura, en su perfección divina, budista o tecleada, tiene la capacidad de hundirnos en la miseria con obras maestras. Esas obras que nos hacen soñar como infelices, y nos devuelven a la realidad al grito de ¡Bienvenido a tu mentira! 
Odio este libro, este que tengo entre mis manos ahora mismo, porque me dice lo imposible que será encontrarte. 

Como decía, su sonrisa, la inexistente, me despertaba cada mañana, y yo la hacía desaparecer con un bostezo, no sin antes disfrutar de ella, convirtiéndola en realidad por un instante. Sé que después se tomaba la libertad de perseguirme por toda la ciudad, fingiendo que no me buscaba y que no quería encontrarme. A veces me la encontraba en los escaparates, junto al par de zapatos que me resistí a comprar. Otras veces se dibujaba en las bocas de otros, de otras, y yo tenía que evitar la tentación de lanzarme sobre ellos. 

Releo el capítulo 7 por vigésima vez. Ni siquiera son 300 palabras. Es un mundo, un pequeño microcosmos. Y cuando termino de leer, las mismas páginas me lanzan con fuerza a la realidad. Otra vez esta triste mentira pintada de capitalismo, drogas de diseño y pseudo-vidas.

Lo aprisionaría y le escribiría una lista de tareas con mis dedos sobre su espalda:
Que me cuente con su boca las mentiras que yo quiera creerme, que tengan sabor a besos, que me muerdan el labio insolentes, provocando, que no pidan perdón, y que me acaricien en busca de un gemido atrincherado en mi garganta. Que convierta un polvo en la primera explosión, un Big Bang sobre el colchón. Que me encuentre cuando me pierda mirando la luna, alistándome en el ejército de la hipocresía, oyendo sin escuchar o sentada sobre su cintura. Que se pasee por la habitación con la única compañía de una nube de volutas de polvo. Que se enamore de no enamorarse. Que escriba su propia lista con su aliento sobre mi oído, y la reescriba por mi cintura, por si la hago desaparecer de tanto recordarle. De tanto imaginarle. De tanto inventarle y destruirle con mis bostezos cada mañana.