Queridos tertulianos de la habitación vacía:
Los acordes de la canción más pacífica que he
escuchado jamás inundan la habitación y empiezan a juguetear con las manchas de
tinta de la pared. Mi homenaje a la libertad, ese montón de pájaros y la enorme
pluma que los hace crecer, parió entre risas y escalones un suelo perlado de
historias, vacías, de polímeros de carbono. No recuerdan un antes y han vivido
el después aferradas a la pintura que hicimos que desbordase las esquinas
mientras me vigilabas desde la escalera. ‘Did
you ever know that you’re my hero?’
Creo que nunca han visto el sol. Soy tan
egoísta, tengo encerrada a la idealización de la libertad, rodeada por mi cama
y por los cinco universos que solía llenar de vida, rotuladores y ese regalo
que sigue empaquetado donde lo deje la última vez.
Sólo mis pobres prisioneros saben cuántas
veces intenté escribirte, regalarte un todo para que me devolvieses esa mirada
de luna llena y la sonrisa gatuna que me iba matando en cada calle que nos
cruzábamos. Y eso que nunca nos cruzamos en ninguna, porque supiste desaparecer
como buen felino. Sólo ellos han tenido que soportar como asesinaba a gritos,
una tras otra, todas las canciones que llevaban tu nombre y que,
irremediablemente, sigo cantando de vez en cuando.
Y debe ser el puto frío, las hormonas o los cafés
que me sobran de tanto odiar a los vectores; pero lo cierto es que hoy has
vuelto. Has dejado las maletas a la entrada y el tabaco, el papel y unos canutos
sobre la mesa; fuera olvidaste el adiós de aquella cena, el “¿Sabes? Esto sería
la puta hostia si estuvieses aquí”, las ganas de vivir que me vendiste el
primer día, y las lágrimas que supiste salvar en el último instante, cuando
iban camino de morir en el acantilado de mi mandíbula, la segunda tarde. Por el
pasillo se han ido perdiendo tus miedos a los aviones, y las confesiones vía
SMS. Cuando has llegado a mi habitación todavía te quedaban los chicles de
menta, la impuntualidad y la costumbre de comerme el cuello por cada mirada al
vacío que llevaba tu nombre. Te has paseado entre las fotos de rostros que no
sabrías reconocer, y has buscado en la estantería por si aún me quedaba algún
libro de los de sangre y colmillos, de los tuyos. Cuando has llegado hasta la
cama me he dado cuenta que lo único que no había cambiado era el tatuaje de tu
espalda, que, por lo demás, eras un extraño dispuesto a hundirme con demasiadas
letras y pocos suspiros. Así que lárgate.
Gracias a Lennon, por la canción; y a los prisioneros,
por la inspiración. Y a los porros, por desaparecer, como el humo que salía de
tus labios cada tarde, y por el miedo que me provoca que cada calada lleve tu
nombre.
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