martes, 8 de enero de 2013


Queridos tertulianos de la habitación vacía:
Los acordes de la canción más pacífica que he escuchado jamás inundan la habitación y empiezan a juguetear con las manchas de tinta de la pared. Mi homenaje a la libertad, ese montón de pájaros y la enorme pluma que los hace crecer, parió entre risas y escalones un suelo perlado de historias, vacías, de polímeros de carbono. No recuerdan un antes y han vivido el después aferradas a la pintura que hicimos que desbordase las esquinas mientras me vigilabas desde la escalera. ‘Did you ever know that you’re my hero?’

Creo que nunca han visto el sol. Soy tan egoísta, tengo encerrada a la idealización de la libertad, rodeada por mi cama y por los cinco universos que solía llenar de vida, rotuladores y ese regalo que sigue empaquetado donde lo deje la última vez.

Sólo mis pobres prisioneros saben cuántas veces intenté escribirte, regalarte un todo para que me devolvieses esa mirada de luna llena y la sonrisa gatuna que me iba matando en cada calle que nos cruzábamos. Y eso que nunca nos cruzamos en ninguna, porque supiste desaparecer como buen felino. Sólo ellos han tenido que soportar como asesinaba a gritos, una tras otra, todas las canciones que llevaban tu nombre y que, irremediablemente, sigo cantando de vez en cuando.

Y debe ser el puto frío, las hormonas o los cafés que me sobran de tanto odiar a los vectores; pero lo cierto es que hoy has vuelto. Has dejado las maletas a la entrada y el tabaco, el papel y unos canutos sobre la mesa; fuera olvidaste el adiós de aquella cena, el “¿Sabes? Esto sería la puta hostia si estuvieses aquí”, las ganas de vivir que me vendiste el primer día, y las lágrimas que supiste salvar en el último instante, cuando iban camino de morir en el acantilado de mi mandíbula, la segunda tarde. Por el pasillo se han ido perdiendo tus miedos a los aviones, y las confesiones vía SMS. Cuando has llegado a mi habitación todavía te quedaban los chicles de menta, la impuntualidad y la costumbre de comerme el cuello por cada mirada al vacío que llevaba tu nombre. Te has paseado entre las fotos de rostros que no sabrías reconocer, y has buscado en la estantería por si aún me quedaba algún libro de los de sangre y colmillos, de los tuyos. Cuando has llegado hasta la cama me he dado cuenta que lo único que no había cambiado era el tatuaje de tu espalda, que, por lo demás, eras un extraño dispuesto a hundirme con demasiadas letras y pocos suspiros. Así que lárgate.

Gracias a Lennon, por la canción; y a los prisioneros, por la inspiración. Y a los porros, por desaparecer, como el humo que salía de tus labios cada tarde, y por el miedo que me provoca que cada calada lleve tu nombre. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario