miércoles, 12 de diciembre de 2012


Queridos tertulianos de la habitación vacía:
Prueba a hablar de inspiración entonces. Cuando te enfrentes a un folio en blanco, desafiante, con cientos de letras carcomiéndote por dentro y ni una sola plasmada sobre el papel. Cuando la tinta de todas las verdades que no escribiste te inunde los pulmones, y te prohíba respirar como tú le prohibiste a ella hacerse eterna.

Como esa gente que niega la intuición, como si no viesen cada mañana las nubes rasgando el cielo, el sol rompiendo sueños, mientras les escriben porciones de una vida que no sabrán comprender.
Como los recuerdos, y las cicatrices.

Canciones para cada estación, para cada parada y cada descanso. Para cada boca de metro que te adentre en un país subterráneo. Unas puertas que se abren frente a ti, un cúmulo de soledades buscando un asiento en el que respirar, un respaldo sobre el que apoyar una espalda que sigue añorando unas manos que la desnuden.

Y que nunca sepan si mientes, describes o recuerdas lo que dicen tus palabras. Que sólo puedan creerlas como si fuesen una doctrina impugnable. Convertirte en el papel sobre el que escriben sus dudas.

Ser el reverso inmaculado de una fotografía que sigue, y seguirá, guardada en cualquier cajón. Porque no venderás la eternidad de tu mirada capturada en esa cuartilla, esperarás a poder regalarla. A querer hacerlo. A tener algo que escribir es ese reverso que te desafía como lo hacen todos los vacíos.

Y los silencios, inmaculados. Sobre esos sí que no tienes, ni quieres tener, nada que escribir. Porque la voz te sobra cuando te falta valor, pero enmudece cuando por fin encuentras algo que decir.

La arena de la playa, y los silencios sobre el mar. Infinitamente minúsculas, apenas un electrón alejado de demasiados átomos que no supieron serlo. Neutrón, sí, mejor así. Miles de ojos observando, apoyadas sobre las rocas con las que esa misma mañana habíamos iniciado una terrible guerra que se resolvió por la tarde, entre cenizas y carcajadas.

Y el agua, sobre la que muchos quisieron escribir, atravesar su cristalina portada. Apenas supieron arañar una superficie demasiado pura como para ser violada por esas palabras.

Cartas por abrir. De esas aún no tengo, todo son sobres vilmente despedazados. Escribía sobre un mundo al que ni siquiera nos habíamos enfrentado. Y lo hacía como si fuese su vida la que contaba.

Sobre los callejones no supo escribir nada, pero ya te encargaste de encontrar todas las historias que se escondieron bajo la grava y las hojas secas. Las que no has sabido encontrar aún son las que escondes tras tu sonrisa, esas que, a veces, te resbalan desde los ojos y se pierden en tu clavícula, porque nunca has sido de frenar algo que no empezaste. También las que despiertan cuando te susurran cualquier palabra, cuando se acercan demasiado.

Sigues siendo tantas palabras por escribir, tantas letras por liberar; pero no las dejas ir, como si te negases a que te abandonasen, pensando que entonces, y esta vez de verdad, te convertirás en el vacío al que tanto odias.

Y si sólo fuesen letras lo que te come por dentro. Si fuera sólo esa puta costumbre de escribirme en segunda persona, cuando no es en tercera; como si no pudiese ser la primera, como si no hablásemos de mí. Como si ahora, hablase contigo (sin saber quién eres tú ni tampoco quién soy yo).

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